Del odio y otros vicios
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Lock & Stock, de Guy Ritchie. |
La vena gamberra del cine moderno llega
hasta el corazón de unos pocos realizadores. El derribado Guy
Ritchie hoy llora porque su primer tercio de filmografía ya no es
una marca de estilo, sino un legado consumado; Quentin Tarantino se
aleja cada vez de su firma, que, aunque no propia, parecía
homenajear con algo de estilo, y por ahí andan desperdigados los
trazos de Joe Carnahan en su intento de emular algo mínimamente
parecido. Sin embargo, Ritchie siempre ha necesitado vincular la
esencia cultural de Inglaterra a su universo particular. Londres, en
su cine, es la cuna de la tontería, de los errores y de la
desfachatez. Y si alguien conoce algo de la desdichada naturaleza
humana ligada a sus raíces, ese es Irvine Welsh. Natural de
Edimburgo, traslada alli, o a cualquiera de sus arterias
sub-urbanas, sus peculiares tragicomedias, sus cuentos sobre la moral
apagada, la ética inexistente y el descenso a los infiernos. Se
trata de un autor que escribe obras aparentemente apaisadas,
cimentadas sobre un enorme contexto social y político, que usa para
divagar acerca de las oscuras acciones de sus protagonistas, que en
su mayoría carecen de valores que no vayan ligados al egoísmo.
Danny Boyle ya se recreó bastante en su adaptación de
Trainspotting, mostrando en
primera línea a un grupo de jóvenes de Edimburgo como una panda
drogadicta, movidos por el sentido de la acracia, el egoísmo y
algunas nociones de anarquía social, para acabar revelando que
dichas aspiraciones tan oscuras se estructuraban sobre un pasado
todavía más oscuro. Aqui, Boyle arriesgó y tenía las de perder.
No solo porque la novela recoge la involución moral de sus
personajes con un nivel de detalle que a cualquier adaptación se le
escaparía, sino porque, de no ser por la naturalidad descrita en la
novela, el relato perdería cadencia. Trainspotting
(película) no pasa de potable
por el mero hecho de que es una adaptación muy pobre disfrazada de
muy brillante. Pero a Boyle no se le puede culpar, porque la mejor
adaptación que se podía hacer en este caso es una que está un pelo
por encima de la mediocridad. Con ella instauró un tipo de cine
basado en la filosofía del joven perturbado, del aparatoso pasado
que ocultan algunas acciones que, a priori, parece que carecen de
lógica o de cualquier sentido, aunque sin la trascendencia de la
novela.
En
1998, Welsh escribió Escoria,
la historia del sargento de policía Bruce Robertson, lo más
parecido a un gamberro en el cuerpo de un adulto, que reúne todos
los vicios habidos y por haber, aunque dotado de un olfato
privilegiado para la investigación criminal. La novela estudia, más
que la impresionante inteligencia de su protagonista, la motivación
personal que lo lleva al odio y a la rabia, que generaliza sobre casi
todo el que le rodea. En este caso, se descomponen todos sus vicios
para encontrar el porqué de su existencia, hasta llegar a una
infancia donde el odio lo llevó a tomar partido en la lucha anti
sindical de Margaret Thatcher, en el bando de los policías que
repelían a los obreros, entre los que estaban conocidos suyos, y a
los que no le importó aplastar para saciar una rabia descomunal, que
como adulto trata de apaciguar usando las debilidades de los demás
en su favor.
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James McAvoy en Escoria. |
Y aunque la trama
parezca poco enrevesada, la sátira y el humor más ácido aquí
toman formas descabelladas; casi alucinógenas. Por lo tanto, se
podría decir que se trata de uno de esos libros 'malditos' e
inadaptables. Sin embargo, Jon S. Baird la ha trasladado al cine con
un sentido del esperpento por el que hay que dar las gracias. Y
también por un trabajo pletórico de James McAvoy en unas de las
interpretaciones más cuidadas y laboriosas que han podido
presenciarse en la última década. No sólo convence; ya sean
gritos, insultos, o sus propias lágrimas, todo se sale de la
pantalla. Pronto la malicia que le provoca se convierte, con dureza,
en una debilidad que lo lleva a los infiernos.
Su
desfase no solo supera al del Jordan Belfort de DiCaprio en El
lobo de Wall Street, sino que su
personaje, por lo menos, en su decadente y arrítmico final, y entre
tanto exceso y desenfreno, despierta la empatía. Robertson oculta
sus más profundos temores detrás de su odio, y con él cae para
comprender que estaba destinado a acabar de la peor manera posible, o
que por lo menos, nada ni nadie podía entenderle realmente. Por ello
su rabia, en parte, constituye un símbolo de resignación. Su rabia
hacia el mundo representa que jamás formará parte de él; no quiere
hacerlo. Por lo que ya está muerto. Y para él, es una juerga hasta
la muerte.
Articulo publicado en Málaga Hoy: Ver original
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